23 diciembre, 2024
Christian Flavigny, psiquiatra infantil, explica  por qué es un error pretender que un niño “decida” su sexo
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París, Francia, 17 de diciembre de 2020 (agencias).- Tomar al pie de la letra el deseo de un niño de cambiar de sexo puede dejarle atrapado en el proceso: es la advertencia de Christian Flavigny, psicoanalista y psiquiatra infantil del Hospital Pitié-Salpêtrière de París, en un reciente artículo en Valeurs Actuelle

 ¿El niño puede elegir su “género”? ¿Hay que dejar que sea el propio niño quien determine su sexo? Es la cuestión que actualmente se plantean algunos padres, preocupados por la realización de sus hijos, sean estos ya mayores y reclamen el cambio de sexo, como la hija de Angelina Jolie, o aún no hayan nacido, como la modelo Emily Ratajkowski, que ha decidido no querer saber el sexo de su hijo hasta la mayoría de este y según la opción que él decida.

Esta intención de respetar al niño es loable, pero el modo de llevarla a cabo es más perjudicial que favorable. El motivo: se basa en un temor, el de “asignar” al niño un sexo que no sea el que él sienta; es confundirse sobre lo que hace que el hijo se sienta niño o niña.

La conciencia del propio sexo. El niño percibe pronto que su cuerpo es sexuado: la diferencia niño-niña le intriga, busca la explicación en el modelo padre-madre, calculando que juega un papel en su poder de procrear, que tanto le fascina.

 ¿Cómo apropiarse de ese cuerpo sexuado, cómo convertirlo en su propio cuerpo, en la base de una definición de sí mismo que le lleve a decir, de manera evidente: “Soy un niño/Soy una niña”?

La base está en la relación de identificación que caracteriza el vínculo padre-hijo y lo establece: la hija se siente niña en el vínculo que tiene con su madre, que en su pasado también fue una niña; esta identificación hace que la feminidad se difunda entre ellas, como un destino compartido.

El hijo se apropia de su cuerpo sexuado en concordancia y comunidad de experiencia con el progenitor de su mismo sexo: ella, orgullosa de ser niña y soñando con ser, en un futuro, madre; él, orgulloso de ser niño, con una masculinidad adquirida a través de la rivalidad con su padre.

Se favorece la formación de este vínculo si se comparte el orgullo entre madre e hija, entre padre e hijo: está a menudo presente, pero no siempre, en función de lo que cada progenitor conserve como impronta de su propia infancia, y de lo que cada hijo acoja o rechace de lo que le es transmitido. Su naciente vida imaginaria le hace soñar con su doble, ese alter ego del otro sexo, y plantearse: “¡Si hubiera sido niño!” en el caso de la niña (viceversa para el niño).

Esa versión mía en el otro sexo, ¿habría respondido mejor a sus expectativas [de sus padres]? La fantasía puede ser insuficiente para dar una respuesta, por lo que el niño entonces deseará recurrir a la experiencia viva, uniéndose a grupos del otro sexo y aceptando sus juegos favoritos.

Esto se traduce en una perplejidad: ser del otro sexo, ¿me garantiza que seré más amado/amada? Todo esto puede desembocar en pedir el cambio de sexo, lo que indica, no una madurez, sino un malestar, expresión de un sentimiento de inestabilidad con los sexos. Es necesario tomárselo en serio, lo que no quiere decir al pie de la letra.

Teoría organicista e ideología de género. Las madres de las que hemos hablado antes no lo entienden así porque viven en países anglosajones, cuya cultura no conoce la dialéctica que la cultura francesa lleva a cabo en el contexto del vínculo padre-hijo, y que acabamos de exponer.

La comprensión de la sexuación sigue siendo binaria; en el pasado, imperaba la teoría organicista que reducía el sexo únicamente al dato corporal, imponiéndolo como un destino trazado y normativo, lo que excluía, en la intolerante sociedad estadounidense, a los homosexuales.

Christian Flavigny alerta en un reciente libro, Le débat confisqué [El debate suprimido], sobre las consecuencias no explicadas de las campañas totalitarias a favor de la reproducción asistida, los vientres de alquiler o la ideología de género.

Los militantes la contestaron, no sin razón, pero yendo en contra; la ideología de género, que lleva su marca, substituye el dictado del cuerpo que ellos denuncian con la dominación del espíritu: el sentimiento personal define la identidad sexual independientemente de la realidad corporal.

Esta tesis es tan reductiva como la que refutaban, pero invirtiendo los términos: el sentimiento y la determinación personal se convierten en el único criterio de identidad sexual.

El resultado de este enfoque reductivo del género es el temor a una “asignación” educativa, que impondría los que ahora son considerados como “estereotipos”: toda interferencia en la vida educativa sería una violencia que se hace al niño.

Dar muñecas a las niñas sería imponerles unos códigos fijos; olvida esta teoría que la niña, con sus muñecas, pone en juego, en el pleno sentido del término, su sueño de ser madre más tarde en la vida, sostenida por la identificación con su madre y su deseo de ser mayor.

 La identificación es el esbozo de una transmisión, es la guía de exploración del niño, no lo deja atrapado sino que, al contrario, le da libertad: puede contestar el modelo, pero no se deshará de él en la adolescencia, que es lo mejor para él. Victimización y sumisión al sentimiento

La ideología de género rechaza todo esto, pero ¿basándose en qué? Su vacuidad teórica se esconde detrás de la victimización que ha permitido su éxito: la homosexualidad es innata (“se nace así”), el deseo de cambiar de sexo es consecuencia de un “error de la naturaleza” que habría dado un alma femenina a un cuerpo masculino (o a la inversa), exigiendo de golpe la reparación médica y social.

La ideología de género es la versión moderna de la vieja fantasía humana de controlar la sexualidad: resume el desarrollo del niño dándole el mismo privilegio de determinar su sexo que preconiza para el adulto.

El resultado es la respuesta que dan los países anglosajones y nórdicos al deseo de cambiar de sexo expresado por un niño o un adolescente, a saber: adaptar el cuerpo al sentimiento en lugar de aliviar los desgarros del mismo; dicho de otro modo, el señuelo que fascina en lugar de la ayuda.

El concepto de “disforia de género”, término que tiene un aire de erudición más descriptivo que explicativo, valida el cambio de la realidad corporal medicalizando una “transición” hacia el otro sexo con la utilización de tratamientos invalidantes, bloqueadores de la pubertad y hormonas sexuales que a veces tienen efectos irreversibles, y que dejan atrapado al niño en su proceso, además de comportar un gran riesgo de arrastrarle a un callejón sin salida con resultados dramáticos.

Las imposiciones del Tribunal de Derechos Humanos Este es el enfoque de los países anglosajones y nórdicos; es el resultado de su desconocimiento o rechazo a los procesos psíquicos que la cultura psicológica francesa conoce muy bien, pero que ellos ignoran. Teníamos la ocasión de haber podido influir sobre sus ideas, pero ¡ay!, lo que se ha producido es lo inverso: se han importado a Francia las prácticas de esos países.

 En lugar de impulsar el enfoque psicológico prudente, comprensivo y respetuoso, en el que nuestro país sobresale, uniendo a los padres y a los hijos para que solucionen pacientemente el nudo de sus sentimientos, hace años ya que la cultura francesa se deja invadir, sobre este tema y, de manera general, con todo lo que afecta al vínculo familiar, por los principios de la cultura anglosajona, herederos de una sociedad rudimentaria en su conocimiento de la vida psíquica acompañada, además, por una intolerancia en las relaciones sociales (Francia hace más de dos siglos que despenalizó la homosexualidad).

¿Cómo se puede entender esta renuncia, resultado de la sumisión, año tras año, del derecho francés a los enunciados del Tribunal Europeo de los Derechos del Hombre, que legifera según los principios del derecho anglosajón? La cultura del vínculo familiar ha sido devastada por las leyes en todos los temas relacionados con la familia y la bioética, desestructurando el equilibrio del vínculo padre-hijo propio de nuestra cultura; un saqueo auténtico, tanto más incomprensible cuanto que es injustificado, ya que los principios de otras culturas pueden ser pertinentes para ellas, pero desestabilizan los que regulan la vida familiar en Francia, con consecuencias graves para el vínculo social.

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