Roma, Italia, 31 de diciembre de 2022 (Agencias).- El Vaticano ha anunciado esta mañana, poco después de las 10.30, la muerte de Joseph Ratzinger. Tenía 95 años y llevaba años apagándose, como advirtió en una carta pública en 2016.
El primer papa emérito de la historia vivía desde 2013 en el convento de monjas Mater Ecclesiae, a escasos centenares de metros del papa Francisco. Ambos vestían prácticamente igual y ostentaban en el mismo título, pero él lo hacía retirado de la vida pública, en silencio y solo visible cuando salía a dar un paseo por los jardines del Vaticano, tal y como prometió cuando el 11 de febrero de 2013, cuando dio el paso a un lado más trascendente que se recuerda en la historia de la Santa Sede (siete siglos desde la última decisión parecida).
Una revuelta cultural y teológica, pese a su algo merecida fama de conservador, que conformará su gran legado a la historia de la Iglesia y marcará definitivamente la manera en la que los papas van a concebir de ahora en adelante sus pontificados.
El primero en advertir del agravamiento de las condiciones de salud de Benedicto XVI fue, precisamente, el papa Francisco. Durante su audiencia de los miércoles anunció el 28 de diciembre de 2022 que su predecesor estaba “muy enfermo” y pidió una oración por él.
“Querría pediros a todos vosotros una oración especial para el papa emérito Benedicto XVI, que en silencio está sosteniendo la Iglesia: recordadlo, está muy enfermo, pedimos al Señor que lo consuele y lo sostenga en este testimonio de amor a la Iglesia hasta el final”, señaló el Pontífice. Benedicto XVI había empeorado desde hacía una semana, pero la noticia, pese a su avanzada edad y a lo esperable que podía ser, pilló a contrapié a gran parte de la Santa Sede.
El pontificado de Benedicto XVI duró ocho años y fue mucho más convulso de lo que nunca hubiera imaginado cuando el Espíritu Santo -y un nutrido grupo de cardenales- le confiaron la guía de la Iglesia. “Las aguas bajaban agitadas, el viento soplaba en contra y Dios parecía dormido”, dijo él mismo en su despedida acudiendo al Evangelio. Pero Joseph Ratzinger (Marktl am Inn, 1927-Ciudad del Vaticano 2022) afrontó la última etapa de su vida con enorme discreción.
Sus fuerzas habían menguado enormemente y llevaba tiempo preparándose para este momento. Él mismo advirtió en una carta en Il Corriere de la Sera de su situación. “En el lento debilitamiento de mi fuerza física, interiormente estoy en peregrinación hacia la Casa”. En ese discreto tránsito continuaba saliendo a pasear con su secretario personal y mano derecha Georg Ganswein por el Vaticano, leía libros, contestaba cartas y, cuando las manos no le fallaban todavía, algo cada vez más raro, se sentaba al piano a tocar algunas piezas.
Una tranquilidad que contrasta con los convulsos últimos días que sacudieron dramáticamente su Pontificado, sumieron al Vaticano en una de sus mayores crisis y condujeron a la elección de un sucesor que pusiera patas arriba la Santa Sede y la Iglesia universal.
Pero Ratzinger, que vivió una extraña evolución teológica que le llevó de una moderna postura como firmar contra el celibato obligatorio y criticar la encíclica que condenaba la píldora anticonceptiva a convertirse en un inquisidor de teólogos, dio la sensación siempre de ser un incomprendido.
Cuando el 19 de abril de 2005 fue elegido Papa con 78 años, como recuerda Giovanni Maria Vian, muchos se sorprendieron. Durante los 26 años de papado, Juan Pablo II había nombrado a 113 de los cardenales elegibles. Pero la divina providencia dictaminó que la silla de Pedro debía ser ocupada por uno de los otros dos, los únicos creados por Pablo VI.
Aquel fue el Cónclave más numeroso de la historia y la fumata blanca salió de la chimenea de la Capilla Sixtina en apenas un día.
El nuevo Papa era alemán –el primero de la historia y el segundo no italiano desde el siglo XVI- y tenía fama de conservador. De ser un experto teólogo, pero algo rígido y ortodoxo. De hecho, había sido durante 23 años el jefe de la Prefectura para la Doctrina de la Fe, antes conocido como Santo Oficio de la Inquisición. Un perfil perfecto para un Papa de transición, no el de un Pontífice que trató sin éxito de introducir cambios que jamás fueron aceptados
Benedicto XVI se encontró en el último tramo de su gobierno acosado por los escándalos de pederastia y una incesante cascada de indiscreciones que emanaban del caso Vatileaks —propiciadas por la dolorosa traición de Paolo Gabriele, su secretario personal—. “Un pastor rodeado por Lobos”, le definió el siempre contenido L’Osservatore Romano.
Agotado físicamente desde hacía meses, Ratzinger, el gran teólogo que en ocasiones pudo dar la impresión de estar más ocupado de las cuestiones del cielo que de las de la tierra, tomó de forma silenciosa la decisión más mundana que nadie podía imaginar. “Mi momento había pasado, di todo lo que podía dar”, reveló a Peter Seewald en las charlas que dieron pie en 2016 al libro/testamento Últimas conversaciones.
Un silencio que extiende incluso los diarios con reflexiones personales que, según ha contado, también destruirá antes de marcharse.
La renuncia, que apenas conocían cuatro personas, se fraguó en agosto de 2012. Más allá del agotamiento físico evidente, se apuntó entonces a innegables presiones internas, de “cuervos” acechando y de un cierto acorralamiento. El padre Federico Lombardi, presidente de la Fundación Vaticana Joseph Ratzinger y portavoz del Vaticano durante el papado de Benedicto XVI y parte del de Francisco, rechaza de plano esa idea en la útlima converscaión que tuvo con este periódico. “Lo de las presiones no tiene ningún fundamento.
Tomó libremente la decisión, delante de Dios, pero con consideraciones muy evidentes y razonables. Se sentía cansado para hacer viajes, celebraciones, audiencias. Y eso se ha ido confirmando con el paso del tiempo. Fue una decisión del todo razonable, y el tiempo no hace más que confirmarlo”, insistía Lombardi, buen conocedor del periodo de transición entre ambos papas.
La decisión fue del todo inesperada. La mañana del 11 de febrero, ante un grupo de cardenales, comunicó su decisión en latín. La periodista Giovanna Chirri, de la agencia estatal Ansa, era la única que conocía el idioma y corrió a dar la noticia ante la incredulidad de compañeros y jefes. No hay duda de que el reloj biográfico tuvo su peso en aquella decisión. Ratzinger había asistido al penoso declive de Juan Pablo II, sin fuerzas ya en sus últimos días, para resistir las presiones internas y los manejos de un importante sector de la curia.
El temor a convertirse en un muñeco en medio de la tormenta le empujó a tomar una iniciativa sin precedentes modernos que desencadenaría un cambio en la Iglesia radical. No solo por el gesto, sino por el perfil de quien sería su sucesor, con quien debería convivir a partir de entonces.
Precisamente, entre las visitas que recibía a menudo fue habitual la del papa Francisco, con quien mantuvo una fluida relación durante estos nueve años, pese a la insólita situación. Nunca antes dos papas habían convivido a tan pocos metros. Pese al perfil antagónico de ambos –uno cultivaba una compleja retórica teológica, el otro se expresa como podría hacerlo un cura de barrio- Jorge Mario Bergoglio le pedía a menudo que rece por él e, incluso, le mostró importantes documentos como la controvertida y avanzada exhortación apostólica Amoris Laetitia. Ratzinger, mucho más inclinado a la ortodoxia que su sucesor, nunca ha opinado públicamente sobre ninguno de estos asuntos, aunque sería fácil situarle en las antípodas de este nuevo estilo de pensamiento y gestión en el Vaticano. Muchos de los enemigos de Francisco intentaron sin éxito utilizarle como punta de lanza de la guerra cultural contra el actual papado. Pero Ratzinger aguantó las presiones y siempre supo corregir las posibles malas interpretaciones de sus exposiciones teológicas que, a veces, pudieron sonar algo disonantes con la actual línea del pontificado.
Más allá de los motivos y del agitado transcurso de su papado, su renuncia fue un moderno gesto que abrió una nueva vía. El propio Francisco tomó buena nota y en varias ocasiones ha insinuado que seguirá el mismo camino. “Causó mucha impresión porque era nuevo. Pero con ello ha abierto un camino para poder tomar una decisión de este tipo de forma muy natural, sin que sea ya extraordinaria. Para sus sucesores, una valoración de esta posibilidad va a ser más fácil que para él”, señalaba Lombardi.
Los puntos negros de su legado fueron abiertamente expuestos con su renuncia.
La galopante corrupción de su entorno, la falta de atención a las cuestiones sociales o la ineficaz lucha contra la pederastia, pese a que fue un precursor legislando contra esta lacara. A primera vista, podría parecer que Benedicto XVI fue un papa de transición entre un coloso como Juan Pablo II y la revolución social de Francisco. Pero su legado, que obligará de ahora en adelante a cualquier pontífice a plantearse la caducidad de su mandato, será difícilmente superable. (Con información de El País).